Flamma había tenido una mala
borrachera y se había peleado con su oficial superior, lo que le había costado
su sentencia a la arena. Habían pasado tres días desde entonces y allí estaba,
en medio del anfiteatro ataviado como un secutor,
con una espada y un escudo frente a un retiario,
que aunque no llevaba armadura, tenía una red y un tridente que parecía manejar
con destreza. Tal era la confianza de este último, que caminaba con soberbia,
provocándole para que se acercara y trincharle como a un cerdo.
Flamma estaba condenado a muerte
y lo sabía, así que dejó caer su espada y su escudo y se sentó en la arena para
que el retiario acabara con él y
fastidiar el espectáculo. Lo había dado todo por Roma y un mal momento le había
dejado desamparado, borrando los años de luchas por tierras de Hispania.
La gente lo abucheaba por no
ofrecerles el espectáculo prometido. Llevaban muchos días esperando a que las
grandes puertas del anfiteatro se abrieran para poder contemplar con sus
propios ojos aquella atracción que se había puesto tan de moda en los últimos
tiempos.
Se cerraban las últimas apuestas en
las que muchos de los espectadores, ebrios de vino, se jugaban sus últimos
sestercios. Pero aquello más que ser un espectáculo garantizado, se había
convertido en una tediosa decepción…
Y unos gritaban: “¡Qué lo azoten hasta la muerte!”.
Otros decían: “¡No! ¡Que se lo echen a los leones, a ver
como corre el muy gallina!”.
Y otras voces pedían: “¡Que lo quemen en la pira de los Dioses
como sacrificio!”.
Al cabo de un rato en el que
Flamma seguía sentado en la arena esperando su condena, a pesar de que los
centuriones lo pinchaban con las lanzas para que se moviera, alguien de entre
el público gritó el sobrenombre por el que era más conocido:
- “¡Barbo! ¡Arriba Barbo! ¡Lucha por tu vida!”.
Y Flamma reconoció la voz de uno
de sus compañeros en armas. Lo buscó con ansiedad entre la muchedumbre de las
gradas y allí andaban casi todos los de su regimiento, indignados ante el
panorama. Y al momento sintió renovado su coraje. Recogió su espada y el
escudo y gritó:
-“¡Está bien, lo haré lo mejor que pueda en honor al regimiento!”.
Entonces el retiario se dirigió hacia Flamma mientras hacía tentativas de
lanzamiento con su red para enrollarla entre las piernas del contrincante, pero
al no conseguirlo, optó en el último momento por lanzársela a la cara. Flamma
la esquivó y vio la oportunidad de lanzarse contra el retiario y arrebatarle la lanza empujándola varios metros fuera de
su alcance. Ahora sin ella, consiguió acercarse más y lo enganchó de la túnica,
logrando que perdiera el equilibrio y lo tiró al suelo, donde le hincó la
espada, atravesándole el cuello y finalizando así el espectáculo de muerte.
Las gradas quedaron en silencio
varios minutos hasta que uno de los del regimiento gritó:
-“¡El Barbo ha matado al pescador!” y esto cosechó las carcajadas de
la muchedumbre por la inesperada paradoja. Comenzaron a simpatizar con Flamma y
empezaron a pedir clemencia por él. Por todas las gradas se iban levantando los
pulgares arriba y aclamando “¡Viva Flamma
el Barbo! ¡Viva!”. Y en ese momento Flamma supo que su vida había cambiado.
Se había convertido en un gladiador.
Texto presentado a
concurso Gladiadores
organizado por
NOTA: Inspirado en la historia de Flamma, un esclavo de origen sirio, que murió a la edad de treinta años, tras haber luchado treinta y cuatro veces. Le fue entregado el rudis (espada de madera que simbolizaba su libertad) cuatro veces, pero siempre lo rechazó y optó por seguir peleando en la arena.